miércoles, 16 de mayo de 2007

Estoy obsesionada con ese “algo más”.


Y también llegué al final del libro 'Al mismo tiempo: Ensayos y Conferencias' de Susan Sontag, otra de mis escritoras favoritas ( de ella es más fácil encontrar libros, a pesar de ser la incómoda conciencia de su pais natal: EEUU). Os dejo algunos fragmentos seleccionados
Es la tarea del escritor representar las realidades: las realidades abyectas y las realidades del éxtasis. La esencia de la sabiduría que suministra la literatura (la pluralidad de la realización literaria) es ayudarnos a entender que, ocurra lo que ocurra, algo más siempre está sucediendo.
Estoy obsesionada con ese “algo más”.
Estoy obsesionada con el conflicto de los derechos y de los valores que aprecio. Por ejemplo, que –a veces– decir la verdad no promueve la justicia. Que –a veces– la promoción de la justicia puede suponer la supresión de una buena parte de la verdad.
Muchos de los escritores más notables del siglo XX, en su actividad de voces públicas, fueron cómplices en la ocultación de la verdad para promover lo que consideraban (y eran, en muchos casos) causas justas.
Me parece que si tengo que elegir entre la verdad y la justicia –por supuesto, no quiero elegir– elijo la verdad.
¿Por qué el tiempo, por qué el espacio?

¿El tiempo? El tiempo existe para que no todo suceda simultáneamente. ¿Y el espacio? El espacio, para que no todo le suceda a usted. Y no obstante, todo sucede en verdad al mismo tiempo. Ya sea que uno viaje con voracidad o que uno permanezca simplemente atento a lo que sucede en el mundo (lo que en la actualidad es mucho más fácil que nunca), no hay duda de que todo tipo de cosas le suceden a uno. El hecho más ineluctable, más espantoso (el más perturbador), el más difícil de digerir humanamente hablando, es simple y sencillamente la coexistencia de las cosas. Mientras esto se produce, aquello se produce también: al mismo tiempo. Mientras a esta alta hora de la tarde me encuentro aquí escribiendo y miro por la ventana un techo de tejas rojas con su gran antena eflorescente, la geometría de la montaña al otro lado del lago, el cielo azul alionín arriba de la montaña, mientras permanezco sentada aquí, descansada y alimentada como debe ser, y no menos sinceramente insatisfecha por las pocas páginas que logré escribir hoy, a unos cuantos centenares de kilómetros (tan sólo a unos cuantos cientos de kilómetros), en un país llamado Bosnia, en una ciudad que ahora conozco bien de nombre Sarajevo, se asesina, se mata de hambre, se humilla, se destruye a la gente: otro genocidio se lleva a cabo en Europa (el tercero de nuestro siglo) y los responsables de este genocidio pueden cantar victoria con la más absoluta impunidad. Esto es lo que sucede en este mismo momento. Y es atrozmente cercano.
Somos carne.

Permítanme evocar no a uno sino a dos héroes, sólo a dos, entre millones de héroes. A dos víctimas, entre millones de víctimas.
El primero: Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, asesinado en su investidura mientras oficiaba misa en la catedral el 24 de marzo de 1980 --hace veintitrés años--, pues se había convertido en "un manifiesto defensor de una paz justa y se opuso públicamente a las fuerzas de la violencia y la opresión". (Estoy citando la descripción del premio Óscar Romero, que hoy se entrega a Ishai Menuchin.)
La segunda: Rachel Corrie, estudiante universitaria de 23 años procedente de Olympia, Washington, muerta con su brillante chaleco anaranjado fluorescente con tiras de Day-Glo que los "escudos humanos" llevan a fin de ser del todo visibles, y tal vez para estar más seguros, mientras intentaba detener una de las casi diarias demoliciones de casas de las fuerzas israelíes en Rafah, una población en el sur de la franja de Gaza (donde Gaza linda con la frontera egipcia), el 17 de marzo de 2003 --hace dos semanas--. De pie, frente a la casa de un médico palestino elegida para demolición, Corrie, una de los ocho jóvenes voluntarios estadounidenses y británicos, "escudos humanos" en Rafah, había estado agitando los brazos y gritando por megáfono al conductor de un bulldozer D-9 blindado que se acercaba; entonces se hincó de rodillas en el camino del gigantesco bulldozer... el cual no aminoró su marcha.
Dos figuras, emblemas del sacrificio, muertas por las fuerzas de la violencia y la opresión, a las cuales ofrecían una oposición por principio no violenta, y peligrosa.
Comencemos por el riesgo. El riesgo del castigo. El riesgo del aislamiento. El riesgo de ser herido o muerto. El riesgo del desprecio.
Todos somos reclutas en uno u otro sentido. Para todos nosotros es difícil romper filas; incurrir en la desaprobación, en la censura, en la violencia de una mayoría ofendida y con un concepto distinto de la lealtad. Nos amparamos en palabras estandarte, como justicia, paz y reconciliación, que nos alistan en comunidades nuevas, si bien más pequeñas y relativamente ineficaces, con otros de igual parecer. Los cuales nos movilizan para la manifestación, la protesta, la ejecución pública de acciones de desobediencia civil; y no para la plaza de armas o el campo de batalla.
Perder el paso de la propia tribu; dar un paso fuera de la tribu a un mundo más amplio en sentido mental, pero más reducido en el numérico: si el aislamiento o la disidencia no es tu posición habitual o satisfactoria, éste es un proceso complejo y difícil.
Es difícil contravenir la sabiduría de la tribu: la sabiduría que valora las vidas de sus miembros por encima de todas las demás. Siempre será impopular --siempre será tenido por antipatriótico-- afirmar que las vidas de los miembros de la otra tribu son tan valiosas como las de la propia.
Es más fácil entregar nuestra fidelidad a las personas que conocemos,a las que vemos, entre las que estamos incrustados, con las que compartimos --como bien puede ser el caso-- la comunidad del miedo.
No subestimemos la fuerza de aquello a lo que nos oponemos. No subestimemos la represalia con la cual acaso se castigue a quienes se atreven a disentir de las brutalidades y represiones que se creen justificadas por los miedos de la mayoría.
Somos carne. Se nos puede perforar con una bayoneta, despedazar con un hombre bomba suicida. Se nos puede aplastar con un bulldozer, o abatir a tiros en una catedral.
El miedo vincula a la gente. Y el miedo la dispersa. El valor es inspiración de las comunidades: el valor de un ejemplo, pues el valor es tan contagioso como el miedo. Pero el valor, algunas de sus modalidades, pueden también aislar a los valerosos.
El destino perenne de los principios: si bien todos afirman profesarlos, es probable que se sacrifiquen cuando se vuelven incómodos. Por lo general, un principio moral es algo que nos pone en desacuerdo con la práctica aceptada. Y ese desacuerdo acarrea sus consecuencias, a veces desagradables, pues la comunidad se venga de aquellos que ponen en entredicho sus contradicciones: quienes desean una sociedad que en verdad mantenga los principios que dicen defender. El criterio según el cual una sociedad debería en efecto encarnar los principios que profesa es utópico, en el sentido de que los principios morales contradicen las cosas como son;
y como serán siempre. Las cosas como son --y como serán siempre-- no son del todo perversas
ni del todo buenas, sino deficientes, inconsistentes e inferiores. Los principios nos incitan a que hagamos algo respecto del mar de contradicciones en el que funcionamos moralmente. Los principios nos incitan a que nos reformemos, a que seamos intolerantes con el relajamiento moral, la componenda, la cobardía y con volver la cara a lo que resulta perturbador: esa corrosión oculta del corazón, la cual nos dice que lo que estamos haciendo no está bien, y entonces nos aconseja que estaremos mejor si no pensamos en ello. [...] La dramaturgia de "actuar por principio" nos indica que no debemos pensar si resulta conveniente o si podemos contar con los éxitos postreros de las acciones que hemos emprendido.
Actuar por principio es, se nos dice, bueno en sí mismo.
Pero sigue siendo una acción política, en el sentido de que no lo estás haciendo en tu beneficio. No lo haces sólo para tener razón o para apaciguar tu conciencia; mucho menos porque confías en que tus acciones alcanzarán sus objetivos. Resistes porque es una acción solidaria.
Con las comunidades de quienes tienen principios y con los desobedientes: aquí y por doquier. Del presente. Del futuro. La prisión de Thoreau a causa de su protesta contra la guerra estadounidense con México en 1849 difícilmente detuvo el conflicto. Pero la resonancia de aquella temporada breve y del todo impune de detención (un célebre y único día en la cárcel) no ha cesado de inspirar la resistencia por principio frente a la injusticia a lo largo de la segunda mitad del siglo XX y hasta nuestra época.
El movimiento para clausurar el campo de pruebas de Nevada, un sitio clave de la carrera de armamentos nucleares, fracasó en lograr su objetivo a finales de los ochenta: las protestas no afectaron las operaciones del campo de pruebas. Pero inspiró directamente la formación de un movimiento de protesta en la lejana Almaty en la primavera de 1989 que finalmente consiguió cerrar el campo de pruebas soviético en Kazajstán; el movimiento citaba a los activistas antinucleares de Nevada como fuente de inspiración y expresaba su solidaridad con los norteamericanos en cuyas tierras se localizaba el campo de pruebas.
La probabilidad de que tus acciones de resistencia no puedan evitar la injusticia no te exime de actuar en favor de los intereses de tu comunidad sincera y reflexivamente.

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